La tierra se queda huérfana

Entre la ida y la venida de Ecuatorianos del Austro a EE.UU.

La tierra se queda huérfana”, decía Aída al pensar en los efectos que la emigración ha tenido en Azuay, Ecuador, la provincia donde ella nació. “También se quedan huérfanas las abuelas”, seguía en su reflexión, “que pierden a sus hijos propios, y que después van a perder a sus otros hijos, o sea a sus nietos, a quienes cuidaban; ellos son los hijos de sus hijos que se adelantaron a Estados Unidos y que ahora ‘ya los mandan a buscar’ para que ellos emigren también”. Esa orfandad en cadena —madres que pierden a hijos; hijos que pierden a padres, a madres o a ambos; abuelas que pierden a nietos; y, comunidades enteras que se van despoblando—, ha marcado la historia rural y urbana del Austro ecuatoriano, una zona localizada en la sierra sur de Ecuador, formada por las provincias de Azuay y Cañar, de donde mujeres y hombres han emigrado a Estados Unidos de manera incesante, desde por lo menos finales de la década de 1960.

Aída tiene 33 años. Aunque su única hija tiene 7 años, ella aprendió a ser madre cuando empezaba su adolescencia.

“Mi hermana mayor hacia el papel de madre joven, ayudando a mi propia madre que cuidaba a los hijos de mis hermanos migrantes. Más tarde, cuando ella se fue, me tocó a mí”.

Aída 33, años.

Aída tenía apenas 14 años cuando se convirtió en la cuidadora de sus sobrinos, un niño y una niña, ambos menores de 5 años, cuyos padres habían emigrado. Aída se repartía las tareas del cuidado con su madre, doña Leonor. La madre de Aída se encargaba de la economía de la casa, del trabajo en la “chacra” (granja), y de la venta en el mercado central de Gualaceo. Aída, en cambio

“[…] tenía otros trabajos. Yo hacía la comida, lavaba la ropa, nos íbamos juntos a la escuela porque los tres estudiábamos, les cantaba a mis sobrinos, jugaba con ellos o les celebraba su cumpleaños”. 

Aída 33, años.

El  Austro ecuatoriano

Mientras tanto, Aída también fue creciendo y conviviendo con las ausencias que eran parte de su familia. Ella también extrañaba a sus hermanos migrantes, pero hablaba por teléfono con ellos una vez a la semana, cuando ellos llamaban a sus hijos. Más tarde, con internet en su celular, Aída incluso los veía. Esos encuentros virtuales, decía ella, “ayudan, siempre ayudan a olvidar aunque sólo sea por un ratito que ya no están”. La pena y el dolor que su madre cargaba por vivir lejos de sus hijos también la acompañaban en su día a día. Aunque con el paso del tiempo doña Leonor se acostumbró a la ausencia física de sus cuatro hijos, el extrañamiento nunca dejó de crecer y, menos aun, de doler: en 20 años los cuatro hermanos de Aída, por seguir siendo indocumentados, no han podido regresar ni de visita a Ecuador para estar con su madre. Y, a pesar de que Aída también compartía la angustia de doña Leonor por el hecho de que sus nietos crecían sin sus padres, a la vez ella supo que sus sobrinos, por más pequeños que fueran, de a poco aplacaban el dolor de esa ausencia. “Mis sobrinos”, decía Aída, “a pesar de no tener a papá y a mamá en su vida diaria, tenían varias otras mamás, y mamás de varios tipos, y eso les [sic] ayudó a olvidar la pena de estar lejos de sus padres que eran mis hermanos migrantes”. Así, entre los que se quedaron, inventaron la vida nueva en Dotaxi, la comunidad indígena donde ella nació y creció en Azuay. En el medio de las orfandades que la emigración deja, juntos recrearon una vida que duró hasta que sus sobrinos emprendieron la ruta. Pagando a “coyotes”, sus hermanos mandaron a traer a sus dos hijos que, siendo adolescentes, también se fueron por la pampa (1). Desde entonces, Aída y doña Leonor, ahora de 70 años, han reinventado sus vidas para lidiar con otro dolor, el que les ha dejado una nueva ausencia: la de los hijos que ambas criaron, los nietos y sobrinos que ya se fueron.

La historia de Aída se multiplica en el Austro ecuatoriano. Como ella, Angélica, con 18 años recién cumplidos, también cuida de sus sobrinos en Gualaceo. Y como doña Leonor, doña María Rosa, doña Beatriz, Angelita, doña Rosa, doña Julia y doña María también han quedado huérfanas de hijos, cuidando a sus nietos, y también están a la espera de que ellos quizá algún día opten por emigrar. 

Muchas otras madres solteras, abuelas, hermanas y tías, cuidan a cientos de niñas, niños y adolescentes, hijas e hijos de emigrantes, que se quedaron en Ecuador. Sin ellas, simplemente no se comprenderían las experiencias vitales de esa niñez y adolescencia que crece en la ausencia de sus padres, sus madres, o de ambos, y que se reinventa a sí misma para más tarde decidir si parte o se queda al lado de ellas, sus cuidadoras. 

Centro de Guachapala

GUARDADORAS DE MEMORIA

LAS QUE GUARDAN LA MEMORIA DE LA EMIGRACIÓN

Las cuidadoras

De Dotaxi, los ecuatorianos y ecuatorianas se van a Long Island. De Mayantur a Brooklyn. De Jima, de Gualaceo y de Girón a Queens. Desde hace más de cinco décadas, endeudándose por no menos de 10 000 dólares para pagar a “coyotes”, cruzando siete fronteras, recorriendo México y nadando en el Río Bravo, son miles los han salido de su país de origen, Ecuador, en su intento por tener una vida distinta, una vida mejor. 

Doña Beatriz tiene 67 años. Es campesina. Vive en Cochapamba, otra comunidad indígena localizada en la provincia de Azuay. Todos los días trabaja la tierra, vende en el mercado y también es una cuidadora. Su hija, Neiva, se fue a Nueva York cuando su nieto tenía 1 año y 7 meses de nacido. Su partida no fue la primera en la familia: antes, su marido, sus compadres, sus hermanos y sus sobrinos ya se habían ido. 

«Yo me acuerdo de que empezaron a irse desde que yo tenía 30 años. Se fue primero un joven de Mayantur. Luego los hijos de mi padrino. Primero se iban los hombrecitos y luego las mujeres. Todos por la pampa. Contaban historias duras, sobre todo cuando cruzaban el río allá arriba, creo que en México. Ahora se van llevando a los “guaguas”, chiquitos les [sic] llevan; “unitos” se quieren ir, “otritos” mejor se quedan, pero luego crecen, y toditos se van.» 

Doña Beatriz, 67 años.

El relato de doña Beatriz se repite entre las otras cuidadoras. La emigración atraviesa la historia de sus vidas. Sus maridos, sus padres, sus hermanos, sus hijas, sus madres, sus cuñados, sus amigas, sus vecinos, sus sobrinos y sus hijos se han ido, todos con el propósito de transformar sus precarias condiciones de vida. De hecho, en algunos casos, incluso las propias cuidadoras también tuvieron que partir, pero volvieron o fueron devueltas por la migra y no intentaron emigrar nunca más. En sus relatos, la partida es la constante, el retorno de sus seres amados, parecería, en cambio, una imposibilidad. Así por lo menos lo afirma doña Rosa, de 65 años, otra cuidadora también de Cochapamba, que se quedó a cargo de su nieta desde que nació, hace 11 años, cuando partió su hija: 

«Sin papeles, sin la visa, sin esos permisos, usted dígame, ¿cómo vienen? No pueden. Se van y no vuelven. Y si les [sic] regresan, porque de allá les [sic] regresan como a presos, se devuelven rapidito, ya no se quedan aquí. Así fue con mijita, no había trabajo aquí y ella intentó irse varias veces. Cuando llegó, se quedó, y nunca más ha vuelto, ni ha de volver […] Yo aquí pienso todo el tiempo, cada día, siempre en ella.»

Doña Rosa, 65 años.

Ante el dolor que producen esas ausencias, como doña Rosa, el resto de cuidadoras también piensan en los que ya no están, los rememoran, y en cada relato los traen al presente. Por eso cuidan mucho sus recuerdos y las pocas fotos que ellas todavía tienen y que le dan imagen a sus relatos. Así, ellas acumulan historias, de sus vidas, que son las de sus familias, las historias y las memorias de la emigración ecuatoriana. Ellas no se olvidan de que la pobreza detonó la salida de sus seres amados. Tampoco han olvidado cómo fue la partida de cada uno de sus hijos e hijas, o de sus esposos, o de sus hermanos. Recuerdan siempre esa última despedida. 

Cuentan lo que les han contado sobre cómo se llegaba en barco desde Ecuador hasta Nueva York, pasando por México. Saben cómo ha ido cambiando la ruta, cómo se va hoy por tierra hasta Colombia, hasta Perú o hasta Bolivia para luego ir desde allí hasta Centroamérica. Relatan cómo era la ida hasta México y la facilidad que ahora existe de llegar directamente en avión, porque el requisito de visado para ecuatorianos apenas se eliminó en 2018. Conocen historias de coyotes, de pasadores, de falsificadores de visas, de enganchadores y de los “chulqueros”, esos prestamistas locales que de un día para el otro facilitan miles de dólares para que los emigrantes cubran el costo del viaje. Ellas saben muchas historias de engaños en la ruta, pero también historias de llegadas  exitosas al tan anhelado destino en el norte. 

Las cuidadoras saben lo que pasa en las fronteras y en los cruces clandestinos, porque guardan muchas historias. Por eso saben a quién hay que rezarle: a la Virgen del Camino, al Señor de Andacocha o al Divino Niño de Praga. También dicen cuándo hay que salir en procesión o cuándo hay que dejar ofrendas en las misas para pedir por la protección de todos los que van emigrar. Conocen las historias de los naufragios de barcos de emigrantes ecuatorianos, de los que han muerto en la frontera o de los que desaparecieron y no volvieron más. Son historias que parecerían estar olvidadas por una sociedad que no reconoce cómo la orfandad en cadena es un rasgo histórico que la constituye y determina. Pero las cuidadoras se resisten a olvidar. No pueden olvidar a sus hijos o a sus esposos que ya no están. También se resisten a que a sus nietos y sus nietas olviden a sus madres o a sus padres emigrantes. Por eso, les cuentan a esos niños, niñas y adolescentes quiénes eran sus padres, porqué se fueron, en dónde están. Sí, ellas, las cuidadoras, se resisten a olvidar, y su resistencia parecería ser un grito en silencio frente a la pérdida de esa presencia vital, no sólo porque sus seres amados ya no están físicamente sino, porque en muchos casos, murieron en su intento de emigrar. Recordando, sí recordando, ellas cuidan la memoria de sus muertos. Ésa es la historia, por ejemplo, de doña Julia, de 60 años, cuidadora de Girón, una parroquia urbana en Azuay. Quedó a cargo de sus dos nietas desde que su hija y su yerno murieron en ruta: 

Las cuidadoras

«Mi hija tenía 20 años. Me dijo un día: me voy mami, me voy. Da miedo, sí, y una reza para que Diosito les [sic] proteja. Una ni piensa que algo malo le pueda pasar a una hija […] Me dejó con sus dos hijitas: la “unita” de 3 años y la “otrita” de meses, recién nacida. Luego supe que ella y su esposo tuvieron un accidente en el cruce de Chiapas. No sé bien en dónde queda eso, creo que allá arriba por la frontera entre México y Estados Unidos. Qué dolor que fue eso. Mijita se murió, y ya no volvió.»

Doña Julia, 60 años.

Saber dónde, en el mapa del continente americano, se localiza Chiapas, en realidad a doña Julia no le importaba. Lo que le importaba era confirmar que “allá arriba”, como decía ella, allá donde se resiente más de cerca la violencia extendida de la frontera entre México y Estados Unidos, allá murió su hija. El dolor que carga doña Julia confirma a la vez que esa violencia no está tan lejos de los Andes, no está tan arriba, como se cree. La violencia de las fronteras, la violencia hacia la migración, ha tenido y sigue tiene efectos en las vidas de gente como esta cuidadora y como sus nietas, esas dos niñas que quedaron huérfanas cuando su padre y su madre intentaban pasar por México. A doña Julia lo que en realidad le importaba saber era dónde estaba localizado el cuerpo de su hija muerta. Entre lágrimas, recordaba que después de meses de búsqueda incesante finalmente la encontró. En ese proceso no tuvo ayuda de ninguna instancia del Estado ecuatoriano. Frente a la muerte en ruta de su hija migrante, sólo el silencio. Frente a la orfandad de sus dos nietas, sólo el silencio. Fueron sus vecinos y algunos familiares, y los conocidos de esos vecinos, quienes la ayudaron y guiaron en esa búsqueda distante y absurda: ella, desde Girón, desde una parroquia urbana en los Andes ecuatorianos, intentaba localizar en la cartografía mexicana el cuerpo de su hija muerta. Mientras rememora, su mirada de profundo dolor se entremezcla con una fortaleza inquebrantable, que durante 14 años le han dado las nietas que ella cuida. 

La historia del silencio y del olvido social también es la de Angelita, que a los 32 años quedó viuda con cinco hijos a su cargo. Fue en 2005 cuando el barco en el que su esposo partió, junto con una centena de emigrantes ecuatorianos, naufragó en la ruta de Ecuador a Guatemala. 

Las cuidadoras en el mercado central de Gualaceo

«Él salió un día miércoles a las dos de la tarde. Se despidió de mi. Me dijo: “Cuida de mis hijos, nunca les [sic] abandones. Si me voy, es por darles mejores días a ellos”. Me quedé con mis hijos tiernos, y como yo, 60 madres quedamos solas con hijos y deudas. Aquí eran gritos de llanto. Tanto que lloramos. Pero nunca nos dieron una respuesta, ni ayuda de nadie y solas sacamos adelante a los hijos.»

Angelita, 46 años

A diferencia de doña Rosa, Angelita nunca pudo localizar en el mapa del continente americana al cuerpo de Ángel, su esposo muerto. El océano Pacífico se lo llevó a él y a más de cien migrantes que en esa ocasión naufragaron. ¿Cuántos miles de Ángeles se habrán perdido en las rutas marítimas que conectan Ecuador con Guatemala? ¿Cuántos cientos de niñas, niños y adolescentes ecuatorianos, hijos de emigrantes que naufragaron, crecen sin que nadie conozca su historia? Si la memoria de Angelita, de esas 60 madres y del resto de las cuidadoras está marcada por la emigración, es porque en Ecuador, su país de origen, la memoria histórica está atravesada por la salida de sus hijos e hijas.  

Desde hace cinco décadas, generaciones de generaciones de ecuatorianos y ecuatorianas han emigrado. A pesar de ser un país pequeño localizado en los Andes, con alrededor de 17 millones de habitantes, se calcula que aproximadamente 3 millones de ecuatorianos, o el 17% del total de su población, vive fuera del país (2). La historia de la emigración ecuatoriana se explica por su economía monoproductora, altamente dependiente del mercado internacional, y porque la pobreza y la desigualdad sistémica no han cesado. De hecho, en Ecuador la pobreza ha encontrado en la vida campesina y rural el nicho para reproducirse: en 2018, 43% de la gente que vivía en las zonas rurales eran pobres, mientras que en las zonas urbanas sólo 16% (3). Asimismo, en las zonas rurales, 74% de la gente está empleada en la economía informal, frente a 26% de las zonas urbanas (4). No es coincidente entonces que, para hacer frente a la violencia de la pobreza, mujeres y hombres, en particular provenientes de zonas rurales, hayan emigrado, sobre todo a Estados Unidos, el principal destino migratorio del país andino. Por la chacra, por la pampa, por el camino, con documentos falsos, con visa, sin visa, se han ido a ese destino al grado que hoy 738 000 ecuatorianos viven en aquel país y constituyen el décimo grupo de origen latino más numeroso. (5)

Esa incesante salida ha tenido inexorables efectos en la niñez y en la adolescencia ecuatorianas. De acuerdo con el último censo de 2010, el 37% de la población que emigró dejó a sus hijos e hijas en Ecuador a cargo de familiares cercanos. Datos del Observatorio de los Derechos de la Niñez y Adolescencia confirman que el 2%, equivalente a más de 200 000 niños, niñas y adolescentes, tienen a uno o dos de a sus padres viviendo en el extranjero (6). Esto implica que un significativo número de la niñez y adolescencia ecuatorianas se quedaron en el país y viven con otros miembros de la familia, usualmente con sus abuelas o tías, sus cuidadoras, en el medio de familias trasnacionales y que, potencialmente, ellos y ellas más tarde podrían emigrar para para reunificarse con sus padres y madres migrantes en Estados Unidos, práctica que de hecho es constitutiva de la memoria histórica de los principales lugares emisores de emigrantes, como son las localidades del Austro ecuatoriano. 

LAS CUIDADORAS

ENTRE LOS QUE SE QUEDARON Y YA NO ESTÁN

Las Cuidadoras

En un país determinado por las orfandades en cadena que ha dejado la emigración, el rol de las cuidadoras ha sido y sigue siendo definitivo en las vidas de todos esos miles de niños, niñas y adolescentes que se han quedado. Las cuidadoras, como Aída, doña Leonor, doña Beatriz, doña Rosa o Angelita, son de todas las edades. Tienen 14, 18, 33, 43, 48, 60, 67 o 70 años. Son viudas, casadas, solteras; también hay divorciadas. Son las madres, las tías o las hermanas de emigrantes. Viven en comunidades indígenas en las zonas rurales de Jima, Dotaxi o Cochapamba, o en los barrios periféricos de Cuenca, Girón, Gualaceo y de otras ciudades del Austro ecuatoriano. Unas terminaron la escuela, otras concluyeron el colegio (bachillerato). Son panaderas. Son campesinas. Cultivan la tierra. Empiezan el día a la madrugada. Unas llegan a Cuenca para vender pan. Otras a Girón para atender sus puestos de fruta y verdura o de venta de jugos en el mercado. Y también hay otras que desde muy temprano trabajan en la chacra y en el cuidado de la casa. 

Rezan por sus hijos. Oran a la virgen para que cuide de ellos. Cada 14 de septiembre, peregrinan hasta Guachapala para llegar al templo del Señor de Andacocha, el santo patrono de los migrantes. Le encienden velas, le pagan ofrendas, le dejan escritos para que les dé salud y proteja a los viajeros. Dejan fotos con los nombres de sus hijos para que los cuide en la ruta. Cuidan nietos, sobrinos. Imaginan a sus hijos construyendo edificios en Manhattan. Escuchan a sus hijas mientras ellas caminan por Long Island. Miran sus fotos. Juntan recuerdos. Lloran. Lloran cuando relatan el día en que sus hijos se fueron por la chacra, porque quedó una deuda de más de 10 000 dólares que pagar al coyote, porque sus hijos dijeron que en un año volverían, y pasaron 25 años y todavía no han vuelto. Lloran porque sus hijos dijeron que construirían una casa y regresarían, y la casa está lista pero vacía, porque no pueden regresar. Lloran porque nunca supieron si sus hijos comieron, si tuvieron miedo, si sintieron frío mientras cruzaban el camino. Otras lloran por los esposos o los hermanos muertos, por los que desaparecieron, por los cuerpos que ya no llegaron más. 

Rememoran las historias del camino y dejan de hablar porque saben que en el mar sus hijos pueden naufragar, que en la ruta pueden violentarlos, y que los palitos y piedras de la frontera en México son huesitos y cabecitas de otros peregrinos como sus hijos o sus esposos, que han muerto en el intento de emigrar. Por eso ya no quieren hablar. Hablan en silencio, con la mirada: una mirada que surge del dolor de la ausencia y de la fuerza de la presencia que en sus vidas tienen los hijos que ahora ellas crían, sus nietos. 

Siguen rezando para que sus nietos no tengan pena. Cocinan morocho y colada para que ellos vayan comidos a la escuela. Llegan a tiempo, casi nunca se atrasan a la salida de la escuela. Planchan sus uniformes. Cuando pueden, revisan sus tareas. Son las representantes de sus hijos y sus nietos en la escuela. Hablan con las maestras, pero ellas no las oyen, poco hacen por ayudar a sus nietos, a sus sobrinos o a sus hijos, los hijos de los migrantes. En las escuelas no hay ayuda, no hay programas, no hay lecturas, no hay nada para explicar la orfandad que la emigración ha ido dejando. Hablan con sus hijos y a través de pantallas digitales conocen a sus nuevos nietos nacidos en la “Yoni” (Estados Unidos). Vuelven a llorar, pero sus lágrimas de un soplido se transforman en sonrisas cuando la mirada de sus nietos se juntan con las suyas, y cuando un abrazo de los hijos de sus hijos que ya no están, que ya no volverán, llena el vacío del dolor que ellas cargan. Y no dejan de rezar para que nunca les falte salud a ellas, y así puedan seguir cuidando. 

Centro de Guachapala - El Austo ecutoriano

CUIDAR A LOS QUE SE QUEDARON

La cotidianidad de las cuidadoras en el Austro

Aída, doña Leonor, doña Beatriz, doña Julia, doña Rosa, Angelita y las otras cuidadoras repiten que sus nietos, sus sobrinos o sus hijos son huérfanos. Efectivamente, esos niños, esas niñas y esos adolescentes que ellas cuidan, al ser hijos de emigrantes, crecen sin sus padres, sin sus madres o sin ambos. En algunos casos, incluso son huérfanos de facto, porque sus progenitores han muerto en el camino, como los hijos e hijas de Angelita o las nietas de doña Rosa. Pero esa orfandad de algún modo va mutando y se va transformando, y en gran medida se debe a ellas, a las cuidadoras. 

La palabra cuidar viene del latín cogitāre, que significa pensar. Es un término que da cuenta de una acción que precisa atención, dedicación y esfuerzo. Cada una de las cuidadoras del Austro piensa, atiende y dedica su tiempo y esfuerzo a sus sobrinos, a sus nietos, a los hijos de sus hijos que han partido. Ese cuidado comenzó cuando les encargaron a esos niños, niñas y adolescentes. Al rememorar la partida de sus seres amados a Estados Unidos, el dolor que se apodera de sus voces por evocar esa despedida se oculta cuando recuerdan que su nieto o su sobrino o su hijo quedó a su cargo, y ellas tenían que explicarles que a partir de ese momento iban a crecer en la ausencia de sus padres, de sus madres o de ambos. Por eso, tuvieron que inventar historias que ayuden a esos niños, niñas y adolescentes a aplacar de algún modo, y de a poco, el dolor que inevitablemente deja la ausencia. Así lo recuerda doña Leonor: 

«El varoncito me decía: mi mamá no viene. Y yo le decía, ya va a venir mijito, fue a Cuenca a traer dulces, y el carro se ha dañado, le decía yo. Él sabía salir a un lado del camino y repetía: “el carro dañado”, “el carro dañado”. Y así fue creciendo.»

Doña Leonor, 70 años.

Pidiendo protección al Señor de Andacoha para llegar a EE.UU., Iglesia del Señor de Andacocha, Guachapala, Azuay

Aída usaba el juego y el canto como mecanismo para provocar el olvido: “Los hacía jugar mucho para que mis sobrinos se cansen pronto y no se estén acordando […] Luego, en la noche, les cantaba para que no estén preguntando y duerman tranquilos”. Doña Julia decidió, en cambio, relatar de otra manera la partida: 

«Se quedaron muy pequeñitas sin los papás. Por eso crecieron pensando que yo era su mamá. Así me decían y me dicen “mamita”. Luego, en la escuela, ya más grandes preguntaron por los papás suyos. Yo nunca mentí, pero les conté lentito que tuvieron un accidente y que se fueron de aquí. Creo que sí entendieron

Doña Julia, 60 años.

El cuidado empieza con la forma en que se relata, con la manera en que se rememora. Esa forma cuidadosa e imaginativa fue la que ayudó a esos nietos y sobrinos a jugar con su dolor, y a olvidar hasta que pudieron. Si en algo coinciden las cuidadoras es que mientras más pequeños son los hijos e hijas de emigrantes, más rápido olvidan la ausencia y menos dolor tienen que sobrellevar. Angélica tiene 18 años. Desde los 13 ha estado a cargo de sus sobrinos de 6 y 4 años. Viven todos en Gualaceo, y ella reflexiona así: “Cuidar a mis sobrinos fue al principio muy feo porque lloraban por la pena de la mamá, lloraban y lloraban. Pero luego, como son chiquitos, se olvidaron nomás”. Doña María Rosa, de 45 años, campesina de Jima, una comunidad indígena en Azuay, comparte esa misma reflexión. Cuando su esposo emigró, quedó a cargo de hijos. Los más pequeños “ni lo sintieron, o lo sintieron poco”, dice ella, pero “la mayor se enfermó de los nervios, o de pena sería, porque el papá se fue. Un año de la escuela perdió porque no se recuperó, y todavía sigue enferma”. 

Los adolescentes tienen quizá más conciencia de las orfandades que deja la emigración. Ellos saben de los peligros en ruta y que las partidas a Estados Unidos no son cortas; muchas implican un no retorno. Y por eso sufren, y por eso les duele más y tienen un resentimiento que parece crecer en la medida en que ellos también crecen más. “Cuando era niñito, a él le gustaba hablar por teléfono con la mamá que llamaba a una casa en Gualaceo una vez a la semana. Cuando creció, la mamá llamaba pero él no quería hablar con ella, me decía: “no, mami, habla tú, y ahora ya ni habla con ella”, eso recordaba doña Beatriz sobre la difícil relación de su nieto adolescente con su madre emigrante. El cuidado de ellas entonces empieza por el dolor de los demás, de sus nietos, de sus sobrinos. Ellas tratan de que no carguen tanta pena, o que la compartan o la olviden si pueden mientras van creciendo. Pero no siempre se puede y ellas lo saben. Pero eso los cuidan mucho. 

“Mi Evelyn nunca me ha dicho abuelita. Yo soy su mami, así me dice ella”, reiteraba doña Rosa, mientras doña Beatriz insistía en que “a mí sólo mami me llama”. Y no es casual que esos hijos e hijas de emigrantes las llamen así. Muchos, de recién nacidos, quedaron a cargo de ellas, y otros tienen algún recuerdo vago de sus progenitores, pero quienes cumplen el rol de madres, o de madres y padres a la vez, son sus cuidadoras.

 Cuidar es levantarlos, vestirlos, prepararles la comida, llevarlos tempranito en bus a la escuela. Es tener ropa limpia, esperarlos afuera de la escuela, traerlos de regreso a casa. Es retirar el dinero que mandan sus padres y madres, pagar la pensión de la escuela, gastar bien el dinerito que mandan para ellos. Es llevarlos cada domingo a que hablen por teléfono con sus padres y madres, cuidar que ellos nunca los olviden. 

También cuidar es asumir la responsabilidad de estar a cargo de hijos ajenos, que se enferman, que crecen y protestan, de hijos que exigen respuestas que las cuidadoras no siempre tienen. Es ayudar a esos hijos ajenos para que entiendan que no todos los hijos de emigrantes tienen quien los cuide. Es, entonces, oír las historias que ellos traen de la escuela de otros niños, niñas y adolescentes, que como ellos, no tienen comida, no traen las tareas hechas o carecen de dinero porque sus padres y madres se han ido, y sus cuidadoras no los atienden. Esas historias también se repiten en el Austro y las cuidadoras cuidan que sus hijos ajenos entiendan porqué eso ocurre. 

Tanto que ellas piensan en sus hijos ajenos, que los atienden y les dedican su tiempo y esfuerzo, tanto están ellas presentes, que las posibles orfandades que esos hijos e hijas de migrantes cargan parecerían transformarse. Son abuelas, son tías y son hermanas que se vuelven madres, que se vuelven padres, o madres y padres de los hijos e hijas de emigrantes. Y aunque crecieron en la ausencia de sus progenitores, como decía Aída, a cada uno de ellos, los cuidados recibidos han podido “armar un rompecabezas propio de lo que es una familia”, y eso se logra sólo por el cuidado. Son entonces niñas, niños y adolescentes que crean y recrean otras familias donde hay varias “mamis”, donde los abuelitos son “papis” o donde la ausencia de sus padres y sus madres los ha acompañado en su crecimiento. 

Doña Leonor

LA PARTIDA DE HIJAS E HIJOS AJENOS

Cuando los que se quedan, finalmente se van

Las Cuidadoras

Al ser los hijos de sus hijos, o los hijos de los hermanos, o inclusive sus propios hijos, pero hijos de emigrantes, las cuidadoras, sean las madres, abuelas, tías o hermanas, saben que en algún momento pueden partir. A veces, porque los propios padres y madres los mandan a buscar para que finalmente, después de años de crecer en su ausencia, se reúnan con ellos, usualmente en Nueva York. A veces, porque esos niños y niñas crecen y deciden emigrar. 

Mandar a buscar supone pagar a un coyote de confianza para que traiga a los hijos e hijas por la chacra. También supone que las cuidadoras tengan que entregar a sus nietos o sobrinos a los enganchadores o a los propios coyotes para que se los lleven. Así le pasó a doña Leonor. Un día su hijo le dijo que ya tenía el dinero para mandar a traer a sus hijos: 

«Cuando los quisieron llevar, no querían ir. No quiero ir me decía. Lloraban y yo lloraba con ellos, pero no tuve más que irlos a dejar. Con una visa montada se fueron mis niños. A uno fui a dejarlo a Ibarra y a otro a dejar a Quito. Yo sólo rezaba y rezaba, y lloraba, qué pena tan honda. Se fueron mis niños.»

Doña Leonor, 70 años.

Los nietos de Doña Leonor salieron de Ecuador a México y de ahí a Nueva York. Tenían menos de 15 años cuando partieron. Ellos “no querían ir”, tal como ella misma lo dice, y esa situación se repite entre las historias que cuentan las cuidadoras: “Mija se lo quería llevar, pero mi nieto no quiso, y no quiso. Y no se fue. Él dijo, sólo voy si mi mami, o sea yo, me iba con él, y yo no me iba a ir”, relata doña Beatriz. Y no se quieren ir y no se van por el apego tan fuerte que ellos y ellas tienen a sus cuidadoras. Sólo imaginar ese dolor ha frenado la salida de muchos hijos e hijas de emigrantes, porque aunque sus padres y madres los manden a buscar, simplemente deciden no salir. Otros, en cambio, como los nietos de doña Leonor, terminan partiendo. Y ante la partida de los nietos, de los hijos ajenos, un dolor inconmensurable inunda a las cuidadoras, porque de ser huérfanas de hijos, se tornan huérfanas también de nietos, de los hijos ajenos que se han vuelto sus hijos. 

«Cuando mis sobrinos se iban a ir, mi mami no quería que se vayan, y ellos no quería irse. Pero tuvimos que decirle: “Mami, no son sus hijos, tienen que dejarlos que se vayan”. Y se fueron. Nosotros a los niños les decíamos: “Vas a estar bien, te vas a verle a mami, te vas a verle a papi. Y vas a estar contenta. Y vas a tener la familia que has dibujado. Y se fueron.»

Aida, 33 años.

El relato de Aída da cuenta de qué pasa cuándo los que se habían quedado se van: dejan vacíos y silenciados los cuartos, las plazas, las escuelas, las casas, los barrios y los campos. Las cuidadoras quedan también vacías de ese amor que las ha sostenido y dado vida. Muchas veces se deprimen, dicen ellas, por el dolor, porque se han entregado al cuidado de esos niños, de esas niñas y adolescentes que ya no están. A veces se enferman de la pena, porque la tristeza las ronda algunos meses más que otros. Cuando los hijos de emigrantes se van, dice Aída, la “ausencia se viene para acá y se queda en todo”. Esa ausencia comienza a llenarse de a poco y de otros modos con los relatos y contactos virtuales con los nietos, con los sobrinos que lentamente van descubriendo cómo es la vida en Nueva York. “Por internet nos contamos y nos vemos. Con internet sólo no nos tocamos. Si es de reír, reímos; si es de llorar, lloramos”, dice doña Leonor, y continúa, “la pena se transforma, pero nunca se va”. Y no se va porque es la pena de estar lejos de sus hijos, de los hijos de sus hijos que ella junto con Aída crío. 

Muchas de las cuidadoras quisieran emigrar, “pero sólo de visita”, dicen ellas. Quisieran visitar a sus hijos, a sus nietos, a sus sobrinos. Otras, en cambio, como Angélica, están listas para partir por la pampa y pagando al coyote. Ella tiene una hija de un mes que muy posiblemente quede a cargo de su madre, como quedaron sus sobrinos cuando sus hermanas se fueron de Gualaceo al Bronx. Otras dicen que solicitarán a una visa para quizá “emigrar de vista” y luego regresar, pero dudan que les aprueben el visado. Y todas coinciden en que “los permisos de los gobiernos” deberían desparecer, como afirma doña Beatriz, porque sólo así la gente puede ir y volver. 

Las historias de las cuidadoras son las de miles de ecuatorianos que se han ido, que han vuelto, que han sido devueltos y que han retornado a Estados Unidos. Sus relatos son una pieza esencial para entender las experiencias vitales de los niños, niñas y adolescentes ecuatorianos que se quedan. Las cuidadoras no sólo están en el Austro, están en muchas otras localidades de Ecuador, y también de Colombia, Brasil, El Salvador, Guatemala, México e incluso Estados Unidos. Ellas cuidan; nos cuidan y cuidan nuestras memorias. Por eso, no debemos nunca olvidar sus voces ni dejar de comprender y acoger su historia, la de las orfandades que va dejando la emigración, nuestra propia historia que marca la vida de los hijos e hijas de miles de migrantes. 

Gracias por este espacio, yo me siento más tranquila por que me tomen en cuenta y me preguntan cómo fue la vida, mi vida. Yo me desahogo conversando.

Doña Rosa, cuidadora de Cochapamba. 

Fotos de migrantes ecuatorianos que dejan como ofrenda y pedido de protección al Señor de Andacohca, Guachapa, Azuay

Aída: La Ruta imaginada

Aída, de 33 años, no sólo es una cuidadora de las que se quedan, es hermana de migrantes, sobrina, prima, vecina, amiga de migrantes. La partida de sus conocidos y de sus familiares ha marcado su vida, y también sus memorias. Por eso guarda relatos, muchos, sobre la ruta, los cruces, el camino. Cuenta que desde muy pequeña escuchaba a su madre, a su tía, a sus vecinas relatar lo que sus hijos e hijas migrantes les contaban del viaje. En su propia voz: 

Desde que éramos niños, escuchábamos que la gente se iba por el camino y que llegaban. Yo, como tantos otros, como todos los que crecimos aquí, pensaba que irse a la Yoni (Estados Unidos) era como un sueño: te duermes y te levantas allá, así de fácil. Cuando eres niño creces así, con esa idea o esa ilusión de que llegar allá es bien fácil. Y desde muy chiquito, uno no dimensiona lo que en realidad implica la ruta, y esto pasa porque a uno no le cuentan.

Aída argumenta con firmeza que desde que era muy pequeña lo único que sabía era que sus hermanos, primos o vecinos habían partido a Estados Unidos y que habían llegado a ese destino, nada más. Los detalles del viaje y sus violencias le eran completamente desconocidos. Y, esto se debe, a que, como ella misma afirma: 

 (…) sobre la violencia del camino no se habla. Se habla de que llegaron a la Yoni, y hasta ahí llega el cuento. De lo que también se habla es de por dónde se han ido los hermanos, los amigos, los vecinos migrantes: que si fueron por Colombia, que si cruzaron el mar, que si llegaron a Guatemala, a El Salvador o a México. Y con esos relatos de los migrantes, de niño uno va aprendiendo de geografía, de la ruta al norte. También desde muy pequeño uno sabe que los coyotes son los que llevan a la gente. Pero nada más. Cuando uno es un niño se crea una idea del camino que es de uno mismo, sin saber todo lo que pasa. Luego, de adulto, uno se entera del resto.

Efectivamente, los relatos migratorios que se pasan de generación en generación determinan la construcción de una imaginación geográfica individual y colectiva sobre la ruta Ecuador-Centroamérica-México-Estados Unidos, y del rol que cumplen los coyotes, pero también los chulqueros (prestamistas) . De hecho, los niños, niñas y adolescentes del Austro crecen entre relatos de cruces, de deudas, de préstamos, de salidas, de llamadas lejanas, de noticias del norte, de coyotes, de migrantes. Por eso, desde muy pequeños, como bien lo dice Aída, imaginan el camino, mientras la dinámica de la migración irregularizada se torna parte de su día a día. Aun cuando la geografía de la ruta sí se conoce, las violencias inmersas en ésta se tornan un secreto a voces que luego será descubierto. 

Aída es muy asertiva cuando dice que, “cuando uno es niño se crea una idea del camino que es de uno mismo (…) Luego de adulto, uno se entera del resto”. Ciertamente, la comprensión sobre las violencias del camino van tomando forma, revelándose en su complejidad, en la medida en que los que se quedan crecen y su imaginación de la ruta se va llenando de relatos de otra índole. 

Cuando mis hermanos se fueron, llamaban a mi mamá y le decían: “mami ya llegue”. Mi mami preguntaba: “¿cómo te fue?”. Y ellos sólo decían: “bien”. Mis hermanos nunca contaban por lo que en realidad habían pasado. Nunca decían “la ruta es horrible”, “casi me muero en el desierto”, “no tenía agua”. No, ellos no dicen eso. Sólo dicen cosas buenas. Entonces se crea un idea no verdadera de la ruta, como un mito de que todo está bien en la ruta, pero no es así. Sólo después, mucho después, ellos cuentan sus historias.

El mito de la ruta, como dice Aída, contribuye a una construcción colectiva en torno a una ruta imaginada donde, si bien se sabe que pueden existir peligros, lo que importa es recorrerla para llegar. El fin es cruzar el frontera norte de México para iniciar una nueva vida en la Yoni, el resto del cuento queda temporalmente silenciado. A decir de muchas cuidadoras, pero también de migrantes retornados o deportados en el Austro, es en Estados Unidos, cuando las y los migrantes ecuatorianos ya han llegado y ya tienen confianza con otros y otras migrantes, que recuentan sus historias de la ruta y comparan sus experiencias. En Ecuador no se da ese intercambio de relatos sobre las violencias confrontadas, sino en el destino. 

“Se cuentan entre ellos estando allá (en Estados Unidos), no acá (en Ecuador), afirma Aída desde su vasta experiencia. Y continúa: 

Solamente el que ha llegado allá puede comparar su ruta con otra, pero allá (en Estados Unidos). No aquí (en Ecuador). Sólo allá empiezan a recordar. Es en esos momentos cuando se habla de la ruta, pero solamente allá, con otros que puedan hablar su mismo idioma, que es el de quienes han ido por el camino y tienen y guardan esa experiencia. No se habla con todos, menos con los que no han hecho el viaje. 

Es precisamente por esta razón que los niños, niñas y adolescentes van creciendo con la idea de una ruta imaginada donde no siempre hay violencias, o sólo hay ciertas nociones vagas de las violencias de la ruta Ecuador-Centroamérica-México-Estados Unidos. Y también por esa misma razón, entre ellos y ellas el deseo de partida persiste y se alimenta. Más tarde, esa imaginación de la ruta mutará y tomará otros matices sin duda harto complejos. 

CUIDADORAS EN NÚMEROS

NIÑOS AFECTADOS POR EL FENÓMENO

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de la población vive fuera del país

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MIGRANTES DEJAN A SUS HIJOS ENCARGADOS

¿Por qué es relevante? 

Las cuidadoras no sólo están en el Austro, están en muchas otras localidades de Ecuador, y también de Colombia, Brasil, El Salvador, Guatemala, México e incluso Estados Unidos. Ellas cuidan con especial cariño a los miles de niños y niñas que tienen a sus padres viviendo fuera del Ecuador; estas mujeres son el sostén de sus familias, nos cuidan cuando estamos enfermos, cuando estamos desvalidos y cuando más necesitamos el calor de un hogar; son las protectoras de nuestras memorias. 

Además ellas son las que guardan los relatos del viaje, del dolor de éste. Piensan en los que ya no están, los rememoran y en cada relato los traen al presente. Acumulan historias, que son las de sus familias y las memorias de la emigración ecuatoriana. Son claves en nuestro relato porque son las veladoras de un país desmemoriado…. 

Cuál es la situación

«La tierra se queda huérfana”, así lo nombran las cuidadoras para referirse a la emigración que ha tenido lugar en Ecuador. Son al menos 2 generaciones familiares de mujeres y hombres quen han emigrado a Estados Unidos de manera incesante, desde por lo menos finales de la década de 1960.

“También se quedan huérfanas las abuelas”, miles son las mujeres mayores se quedan solas en la vejez, cuando necesitan los cuidados de quienes ellas algunas vez cuidaron.

cómo puedes apoyar

Las historias que nos comparten las cuidadoras guardan las memorias de la emigración ecuatoriana. Ellas no olvidan de que la pobreza detonó la salida de sus seres amados. Tampoco han olvidado cómo fue la partida de cada uno de sus hijos e hijas, o de sus esposos, o de sus hermanos. 

Sus historias nos convocando a crear mundos más justos. Conéctate con aquellas personas que están construyendo espacios seguros para ellas.

notas al pie

  1. “Por la pampa”, “por la chacra” y “por el camino” son expresiones locales usadas para nombrar a la migración irregular desde Ecuador hasta Estados Unidos.

  2. International Organization of Migration, IOM, World Migration Report 2013. Migrant Wellbeing and Development, Ginebra, IOM, 2013.

  3. Instituto Nacional de Estadísticas y Censo, Reporte de pobreza y desigualdad, Ecuador, 2018, https://www.ecuadorencifras.gob.ec/documentos/web-inec/POBREZA/2018/Junio-2018/Informe_pobreza_y_desigualdad-junio_2018.pdf. 

  4. Ídem.

  5. Luis Noe-Bustamante, Antonio Flores y Sono Shah, “Facts on Hispanics of Ecuadorian origin in the United States, 2017”, Pew Research Center, Hispanic Trends (sitio de internet), https://www.pewresearch.org/hispanic/fact-sheet/u-s-hispanics-facts-on-ecuadorian-origin-latinos/ 

  6. Observatorio de la Niñez y Adolescencia de Ecuador, ODNA, Los niños y niñas del Ecuador a inicios del siglo XXI. Una aproximación a partir de la primera encuesta nacional de la niñez y adolescencia de la sociedad civil, Quito, Observatorio de los Derechos de la Niñez y Adolescencia, 2010. 

Referencias bibliográficas

Este escrito surge de una etnografía multisituada, desarrollada en la provincia de Azuay, Ecuador, entre enero y septiembre de 2019. Los lugares en los cuales se llevó a cabo la inmersión etnográfica fueron Cuenca, Gualaceo, Cochapamba, Jima, La Moya, Girón y Guachapala. La mayor parte de los testimonios se recolectaron en septiembre de 2019. Se hicieron entrevistas a profundidad a 12 cuidadoras y a 14 hijos e hijas de migrantes, reconstruyendo su trayectoria biográfica y enfatizando en la experiencia migratoria en sus vidas. La reflexión se alimenta de dos investigaciones previas. Por un lado, el trabajo exploratorio etnográfico empezó en 2016, durante una primera inmersión en campo realizada para mi investigación doctoral, donde analicé la producción histórica y contemporánea de Ecuador como espacio global de tránsito migratorio: Álvarez Velasco, Soledad, “Trespassing the visible. The production of Ecuador as a global space of transit for irregularized migrants moving towards the Mexico-US corridor”, tesis presentada para obtener el grado de doctorado, Londres, Departmento de Geografía, King’s College London, 2019. Por otro, de la investigación que se recoge en el libro Álvarez Velasco, Soledad y Sandra Guillot Cuéllar, Entre la violencia y la invisibilidad. Un análisis de la situación de los niños, niñas y adolescentes ecuatorianos no acompañados en el proceso de migración hacia Estados Unidos, Quito, SENAMI, 2012. 

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